Flaviano Francisco Forte
En estos días, se recuerda el levantamiento, hace 50 años, del oprobioso Muro de Berlín. El evento llama a la reflexión porque Alemania ha recorrido desde entonces un largo camino, jalonado de logros admirables que hoy hacen de ese país la gran fuerza estabilizadora dentro de una Unión Europea que se debate en un clima de precariedad generalizada.
En rigor, las violentas turbulencias que atraviesa Europa actualmente tienen su raíz en un sinnúmero de fenómenos de alta complejidad. Vulnerabilidad fiscal de los Estados, mercados financieros erráticos, un sistema bancario comprometido, un crecimiento económico débil o nulo, una delicada situación inmigratoria, agudizada, desde hace unos meses, por el estallido de la primavera árabe y la guerra libia; altas tasas de desempleo que a veces superan el 40% entre la población joven, y, más grave aun, un malestar social creciente y difuso, fruto del desencanto de vastos sectores que ven cómo se desvanece aquel sueño de una Europa unida, pareja e indefinidamente próspera.
Frente a esta situación, y si bien el telón de fondo invita al desaliento, se perciben fuerzas que se mueven en otra dirección y que tienen como un efecto compensatorio. Una de ellas es lo que se ha dado en llamar el "caso alemán", entendiéndose por ello el rol de liderazgo que está asumiendo ese país en el marco del acontecer europeo, y por qué no, mundial, algo que hasta resulta milagroso, cuando se piensa en las dificultades y la carga histórica que ha debido sobrellevar esta nación desde hace tres generaciones. Pero, a diferencia de aquel "milagro" alemán de mediados del siglo XX, acontecimiento de gran resonancia en el campo económico-social, hoy estamos asistiendo a algo muy distinto, aunque igualmente importante; es decir, a una evolución de Alemania hacia nada menos que su plena reinserción política en el concierto mundial.
Quisiera agregar aquí un recuerdo personal de los albores de aquel primer milagro, allá por los años 50, cuando en mi niñez visité Alemania por primera vez, junto con mis padres. Un viaje considerable, porque prácticamente atravesamos el país de un extremo al otro en sentido sur-norte, desde la frontera austríaca, pasando por Munich y los Alpes bávaros, hasta el puerto de Bremerhaven, sobre el Mar del Norte, después de haber bordeado el maravilloso valle del Rhin en todo su recorrido más espectacular.
Corría exactamente el año 1955, la RFA tenía apenas 6 años y el país mostraba aún sus heridas abiertas. No olvidaré nunca el largo y penoso ingreso a Nuremberg a través de kilómetros de ruinas, mi padre manejando en silencio hacia el centro recientemente reconstruido de una ciudad que otrora fue una de las joyas del Sacro Imperio y de la que tristemente no quedaba nada. De hecho, el castigo que soportó Alemania en el último año de la guerra, y del que Nuremberg o Dresden fueron sólo una muestra, no tiene antecedentes y desafía la imaginación. La hecatombe fue de tal magnitud que, al terminar el conflicto, el mundo retuvo el aliento y por un instante pareció que, con una población diezmada, las ciudades y las industrias arrasadas, todo un universo de arte e historia reducido a escombros y la entera infraestructura del país en estado de colapso, el único camino que quedaba era la desaparición lisa y llana de la nación alemana.
Sin embargo, el destino quiso que las cosas fuesen distintas. El sordo estallido de la Guerra Fría, el avance soviético sobre Europa Oriental y la inmediata réplica de los Estados Unidos convirtieron, en poco tiempo, a la entonces Alemania Occidental en una pieza clave del tablero europeo y en el centro de la gran barrera defensiva levantada precipitadamente por las potencias de Occidente. Así se llega a la creación de la República Federal de Alemania, en 1949, sobre las bases de un sistema político, especie de versión actualizada de la República de Weimar, fundado en la autonomía de los Lander, los antiguos Estados alemanes; un régimen parlamentario bicameral, un presidente de la República que es una suerte de personaje emblemático, y por fin, un gobierno encabezado por la tradicional figura de un canciller federal con atribuciones y poderes ampliados.
Superada esa etapa inicial, y con políticas apoyadas sólidamente en las teorías de la economía social de mercado, inspiradas, entre otros, por Ludwig von Mises, Friederich August von Hayek y Ludwig Erhard, el célebre ministro de Economía de la era Adenauer, Alemania emprendió definitivamente el camino de la reconstrucción y del desarrollo económico que alcanzaron velocidad de crucero hacia mediados de los citados años 50, con un PBI que crecía a un confortable ritmo de entre el 8% y el 12% anual.
Ese gran crecimiento continuaría con la creación del Mercado Común Europeo, tras la firma del Tratado de Roma, en 1957. Lo que sigue (fines de los 50 y comienzos de los 60) es una formidable expansión de la economía, con el correlato de un bienestar social extendido, fenómenos que dejan perplejo a un mundo que todavía conservaba en la retina la imagen apocalíptica de escasos 10 años atrás. Es esa perplejidad la que acuña la famosa expresión "milagro alemán".
Por supuesto que no hubo tal milagro, sino, sencillamente, tesón, enormes esfuerzos y el espíritu solidario de la nación entera en pos de objetivos claros. En ese sentido, debemos reconocer con justicia que, sin la proverbial templanza de ese pueblo ante la adversidad, sin su gran industriosidad y su sorprendente capacidad de organización, nada hubiera sido posible.
Pero esta extraordinaria success story tiene, como todo en la vida, una contracara. Contracara que adoptó la forma de una política exterior condicionada a las políticas "supranacionales" trazadas por los aliados, primero, y la Alianza Atlántica, después. Llamativamente, la imagen misma de Alemania, antaño presente en el mundo en los campos más diversos, desde las artes, la música y las letras hasta la filosofía y las ciencias, pareció desdibujarse, al punto que el país, en especial para los no europeos, se convirtió, durante mucho tiempo, en una realidad bastante remota y difusa.
Esta situación se prolongó, con algunas excepciones, hasta la caída del Muro de Berlín y la anexión de Alemania Oriental, luego de casi medio siglo en que el mundo se acostumbró a una Alemania dividida, sumisa, que purgaba sus culpas y que se acomodaba sin protestar a situaciones generadas y a decisiones adoptadas más allá de sus fronteras. Así era y así parecía que debía seguir siéndolo por siempre. Sin embargo, de nuevo intervinieron los imponderables de la historia y así sobrevinieron el colapso de la Unión Soviética y sus satélites, la caída del Muro y la reunificación.
Había algo de extraño y surrealista en aquellas imágenes de finales de 1989. Escenas inenarrables, donde se veían ondear miles de banderas agitadas por una auténtica marea humana que se arremolinaba en la Puerta de Brandeburgo y que parecía clamar, no sólo por una Alemania reunificada sino por una Alemania libre. Democrática, plural, respetuosa del derecho, sí, pero también libre de ataduras impuestas desde afuera.
Hay momentos "bisagra" en la vida de las naciones y ese lo fue. Un verdadero "antes y después". Un después que volvió a sorprender a la opinión pública mundial, nuevamente testigo de la vitalidad característica del gran país "situado en el corazón de Europa", como gusta recalcar a diario la Deutsche Welle . En efecto, con su geografía restaurada y sus casi 90 millones de habitantes, Alemania (el país más poblado de Europa después de Rusia) viene recuperando su confianza en sí misma y extendiendo con éxito su influencia en los ámbitos más variados del quehacer europeo y mundial.
Al repasar someramente esos éxitos, lo primero que advertimos es la continuidad de aquel rítmico y vigoroso crecimiento económico; ello a pesar de vaivenes en lo inmediato, como la tan publicitada noticia, días pasados, referente a una morosidad repentina de la actividad económica, o bien del inmenso costo que, en el largo plazo, le supone a la RFA la integración y modernización acelerada de la ex RDA, Estado víctima de un atraso y anquilosamiento de más de 40 años.
De hecho, no obstante la actual crisis internacional y esa evolución más lenta del PBI en el segundo trimestre de este año, lo cierto es que la RFA exhibe un conjunto envidiable de indicadores que la distinguen y distancian de la mayoría de las grandes economías del planeta. La realidad es que, por ejemplo, el desempleo es 3 puntos inferior al promedio de la UE y casi 14 puntos más bajo que el de España; el superávit de la balanza comercial de casi 200.000 millones de dólares es el más alto del mundo, superando incluso al de China; la tasa de inflación es del 1%, y el déficit fiscal del -1,6% se sitúa casi 3 veces por debajo del promedio europeo y es 5 veces inferior al de los Estados Unidos y el Reino Unido.
En suma, la RFA es hoy la cuarta economía del mundo y la primera de Europa, con un PBI y un comercio exterior que, en ambos casos, se cifran en billones de dólares, y cuya capital, Berlín, es la ciudad hacia donde se dirigen todas las miradas, cuando, como sucede en estos momentos, se requieren medidas extraordinarias para enfrentar las situaciones críticas que amenazan a la región, las que, dicho sea de paso, han motivado la reciente cumbre Merkel-Sarkozy, en el transcurso de la cual Alemania impuso su negativa a la emisión de eurobonos y ratificó su exigencia a los demás países miembros de la Unión de alcanzar un mayor nivel de coordinación económica en la zona, así como, por supuesto, la implementación de una mucho más enérgica disciplina fiscal.
Empero, hay que destacar que la performance notable de ese país en lo económico tiene hoy un obvio correlato en el ejercicio de su política exterior, donde, desde hace ya unos años, se vienen advirtiendo reacciones y toma de decisiones que van de lo inédito a lo novedoso. La negativa a participar en su momento en la guerra de Irak e, incluso, oponerse a la misma, al igual que su más reciente paso al costado en relación con la crisis libia (a la que, por ejemplo, Italia no pudo sustraerse) son otras tantas señales de una independencia de criterio que va en aumento, hecho que, por otra parte, no le ha impedido participar activamente, cuando lo ha considerado justo y acorde con sus intereses, en otros escenarios internacionales complejos, como fue el caso en los Balcanes o como lo es hoy en Afganistán o, en menor medida, en el océano Indico.
También es interesante observar las diversas políticas de acercamiento, con frecuencia adoptadas unilateralmente (algo impensable hace unos años) que ha encarado, por ejemplo, con el mundo árabe, con China e India, con el Africa Subsahariana y, muy en particular, con Europa Oriental, Rusia a la cabeza, con quien Alemania está construyendo paulatinamente una suerte de special relationship , apoyada, sin duda, en sus cuantiosas inversiones, en operaciones financieras de gran envergadura, transferencia de tecnologías y en un pujante comercio bilateral que no para de crecer y que ya asciende a más de 260.000 millones de dólares.
Otro terreno en el que se percibe también su influencia creciente es en los organismos internacionales, no sólo en los del ámbito europeo, donde ya es casi la figura dominante, sino, asimismo, en el marco de las Naciones Unidas, donde se está debatiendo la incorporación de Alemania, tercer contribuyente al presupuesto de la organización, como nuevo miembro permanente del Consejo de Seguridad.
Por último, y ya en una esfera completamente diversa, pero no menos importante, podemos apreciar cómo, haciendo honor a una tradición secular, el arte, la literatura, la arquitectura y, en general, la cultura pasada y presente de Alemania van nuevamente abriéndose paso con rapidez en el mundo; en especial, a través de las manifestaciones de esos grandes centros ineludibles de la vanguardia artística y cultural de hoy en día que son, entre otros, Berlín y Munich, ciudades cosmopolitas que, por otra parte, han vuelto a convertirse en destinos privilegiados del turismo internacional.
En síntesis, un panorama que, si bien puede haber resultado previsible hace años para el ojo avezado de los analistas, para el observador común muy posiblemente suponga uno de los grandes acontecimientos inesperados de nuestra época. Inesperado por la relativa celeridad con la que se ha ido produciendo, inesperado por la profundidad de los cambios acaecidos, pero, sobre todo, inesperado por lo dificultoso y empinado del camino recorrido, un camino que, recordemos, se inició en el abismo y la ruina más completa, material y moral, y que hoy, después de vencer incontables obstáculos, parece dirigirse sin estridencias hacia la consolidación de un destino de prosperidad y grandeza.
Bien cabe hoy preguntarse, entonces, si estamos ante un nuevo "milagro alemán". La respuesta es que es muy probable que así sea.
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Flaviano Francisco Forte es ministro (R) en el Servicio Exterior de la Nación y licenciado en ciencia política.